La relación de pareja es como un viaje que dos personas hacen juntos, y puede que en el trayecto los intereses diverjan generando dos rutas distintas. Estas rutas pueden encontrarse y discurrir juntas, pero en otras ocasiones las rutas son tan antagónicas que se separan irremediablemente.
Igual que hemos vivido con alegría e ilusión el encuentro y en viajar juntos, habríamos de aceptar incondicionalmente que los rumbos se separen. Sin embargo lo más habitual es que todo lo que al principio era amor, se ha transformado en odio desgarrador.
Siguiendo con el símil del viaje, si a uno no le gusta el rumbo que ha tomado nuestro tren, basta con apearse y cambiar de vía, pues no tiene mucho sentido seguir en trayecto que te está causando displacer. Pero si para tu acompañante esta percepción es totalmente distinta es justo que siga su ruta, no se le puede pedir que abandone un plan que le resulta satisfactorio por el sólo hecho que el otro se empeñe en ello.
Es evidente que es necesario realizar un pequeño esfuerzo de adaptación, cuando la prioridad de ambos en permanecer juntos. Pero también hay que estar preparados para aceptar cuando el otro necesita cambiar de trayectoria cuando lo que está en juego es su propio bienestar.
Es necesario recordar que nadie es dueño de nadie y no se puede forzar a nadie a seguir un plan que no es el suyo. Basta pensar lo tortuoso que puede resultar un viaje cuando se hace a disgusto, cuando nada de lo que te acontece te aporta una mínima satisfacción, cuando tus deseos te hacen añorar otro destino. No tiene ningún sentido vivir en la infelicidad, cuando uno puede elegir.
Vive tu propio viaje, disfruta de los compañeros que encuentres en tu camino, siempre habrá quien goce con tu mismo plan de vida, siempre será mejor que forzar a los demás a gustar de lo que a ti te gusta.
Es absurdo ver como parejas que se amaron apasionadamente, ahora se enzarzan en continúan discusiones, y peor aún transformar los besos de antes en agresiones del ahora, Es absurdo tratar de hacer daño a quien antes amabas.
Todo esto resulta más incongruente cuando la pareja comparte unos hijos en común. Hijos que nos determinan a mantener una relación de por vida. Hijos que aman por igual al padre y a la madre, han de ver como estos se odian entre sí, han de ver como alguien a quien amas es maltratado por alguien a quien amas.
Hijos que sufren las desavenencias, que sufren la separación, han de sufrir por el daño que recibe una persona amada; han de sufrir el ser utilizados como arma contra el otro, cuando lo que realmente necesitan es sentir que a pesar de la separación se sienten bien acogidos y amados por ambos.
Pensar por un momento como se sentirán al observar esas actitudes violentas, esa rabia desenfrenada, esas vergonzosas actitudes de cobardía y despotismo. Visualizar por un momento la bochornosa y denigrante imagen del agresor sobre la víctima. Visualizar por un momento con los ojos de niño la mano del padre ensangrentada con la sangre de la madre amada.
Sería mucho mejor aceptar que a la relación le llegó su fin, planificar un nuevo plan de vida, acordando la forma de ocuparse conjuntamente del cuidado y amor hacia los hijos, enseñándoles que la felicidad se puede cosechar llevando vidas independientes.
Antes de agredir, antes de lanzar tu odio, recuerda que esa persona es a la que amabas, que esa persona es la que te ha amado y ha estado a tu lado. Y si por el contrario, te has sentido engañado, que has descubierto que el otro no te ha amado, es mejor dejarle marchar que forzar un imposible amor.
Vicente Gascón García
Psicólogo - Sexólogo
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* Crónica agradece al autor que comparta sus opiniones con nuestros lectores
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