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Consecuencias del consumismo, por Eduardo Garzón Espinosa

El consumismo genera infelicidad y amenaza nuestro planeta.

En los años del capitalismo fordista en el que estas prácticas de consumo se originaron nadie podía imaginarse la extraordinaria repercusión que las mismas iban a tener sobre la sociedad con el paso de los años. Hoy día las prácticas publicitarias orientadas a fomentar las ventas están firmemente extendidas por todos los rincones del planeta (incluso hay disciplinas científicas encargadas de perfeccionarlas), y la sociedad de consumo es una constante en nuestras vidas cotidianas. En la actualidad es difícil pensar en una sociedad en la cual no exista el desenfrenado consumo de masas, porque todo lo que nos rodea está impregnado del mismo hasta la médula. Es casi imposible pasar un día de nuestras vidas sin que algún mensaje publicitario llegue a nuestra vista u oídos invadiendo nuestro espacio. Se trata de un acoso incesante que sufren todas las personas, ya sean trabajadores, empresarios, desempleados, jubilados o niños. Uno no puede salir a la calle y no ver anuncios publicitarios. O no puede ver la televisión, ir al cine, conducir, o navegar por internet sin ser asaltado por este tipo de mensajes. Incluso permaneciendo aislado en el hogar los mensajes acaban colándose a través del teléfono o de vendedores a domicilio. Y este acoso no es gratuito para las personas que reciben los mensajes.

Para empezar, una buena parte de estos mensajes van directos a la vena sensible. Todos los relacionados con la moda nos empujan a comprar para situarnos por encima de nuestros semejantes y así ser más felices que ellos (o para no quedar por debajo y así evitar la infelicidad). Los mensajes nos hablan de que si no compramos tal ropa, tal reloj, tal móvil, tal viaje, no seremos tan felices como el resto de los mortales que sí lo hacen. Y como muchas personas acaban interiorizando el mensaje, acaban convirtiéndose en nuevos focos de transmisión. La presión que ejerce la moda sobre un mismo colectivo o grupo de personas es la que provoca que esos grupos terminen vistiendo igual o realizando las mismas actividades. El ser humano necesita socializarse y ser aceptado en comunidad, por lo que por regla general intentará seguir la tendencia de los demás para evitar ser la “oveja negra”. Si la mayoría en un grupo ha interiorizado el mensaje lanzado por las empresas comerciales, será muy difícil que alguno de ellos termine yendo en la dirección opuesta. Además, la esencia de los mensajes alude la rivalidad entre personas: si no llevas este tipo de ropa serás del montón; si no llevas este móvil estarás anticuado con respecto a tus amigos; si no haces más viajes que tus semejantes serás más infeliz que ellos. Las estrategias comerciales son las que hacen más infelices a las personas al comparar su situación con la de otras personas que supuestamente son más felices. A las empresas comerciales les interesa que las personas estén tristes o deprimidas, pues solo de esta forma pueden ofrecer sus productos para acabar con su infelicidad. Algunos ejemplos muy claros lo conforman el chocolate o la bebida alcohólica, cuando se habla de “beber para ahogar las penas”, o “comer chocolate para olvidar un fatídico desenlace amoroso”. Si las personas fueran felices y tuvieran todas sus necesidades satisfechas, las empresas no podrían vender unos productos que ofrecen “felicidad”. No en vano el famoso psicólogo George Katona decía que las personas que más compraban eran las más insatisfechas.

Esto hace que para muchas personas consumir sea lo que da sentido a sus vidas. Estas personas no quieren ser diferente al resto y comprarán lo que sea para no quedar relegadas socialmente. De ello depende su felicidad y satisfacción. Cualquier contratiempo en esta meta repercutirá intensamente en su estado de ánimo. Y esta rivalidad entre semejantes provoca distanciamientos entre las personas que interiorizan los mensajes. El consumidor nunca busca un proyecto común que pueda compartir con sus amistades. El consumidor busca completarse individualmente, y su meta dependerá del nivel de consumo de su entorno. La sociedad del consumismo, declara Zygmunt Bauman [1] “tiende a romper los grupos, a hacerlos más frágiles y divisibles, y favorece en cambio la rápida formación de multitudes, como también su rápida disgregación. El consumo es una acción solitaria por antonomasia (quizá incluso el arquetipo de la soledad), aun cuando se haga en compañía”.

Pero la insatisfacción personal no es la única consecuencia del consumo de masas. El despilfarro y generación descontrolada de residuos es sin duda otra repercusión de enorme calado. Y a este respecto, las cifras hablan por sí solas: más de un tercio de la comida que se produce en el mundo acaba en el cubo de la basura; con lo que un gran supermercado tira en un día se podría alimentar a más de 100 personas; solo en los hogares del Reino Unido se tira a la basura suficiente grano (principalmente en forma de pan) como para aliviar el hambre de 30 millones de personas [2]. Además, como comenta Taibo[3]: “en Italia el 15% de la carne y el 10% del pan y de la pasta acaban en la basura, con un total de 5 millones de toneladas anuales de pan desperdiciadas, y 1,5 millones de pasta. En Estados Unidos se dejan en la basura 23 millones de ordenadores cada año, al tiempo que en el conjunto del planeta, y en ese mismo periodo, se desechan, y se trasladan al Tercer Mundo, 150 millones de ordenadores. En el decenio de 1970 se generaban en Francia 10 millones de toneladas anuales de desechos: en 2000 la cifra era ya de 29 millones. Si en 1975 los franceses arrojaban a la basura 217 kilogramos anuales de desechos, en 2004 eran 550 (de ellos 40 de prospectos publicitarios).

Por supuesto, este despilfarro se produce especialmente en los países desarrollados, puesto que el consumo es extraordinariamente mayor que en los países subdesarrollados. Los habitantes del Norte rico consumimos 10 veces más energía que los pobladores del Sur, 14 veces más papel, 18 veces más productos químicos, 10 veces más madera, 6 veces más carne, 3 veces más pescado, cemento y agua dulce, 19 veces más aluminio y 13 veces más hierro y acero [4]. Esto supone a su vez un expolio enorme y continuado a los recursos finitos del planeta, y una contaminación creciente que provoca daños irreparables en la biosfera.

En fin, las consecuencias del consumo de masas son terribles para las condiciones de vida del ser humano. El consumismo es una fuente de insatisfacción personal constante y de degradación de la calidad del planeta en el que la especie humana vive y se desarrolla. Sin embargo, es importante no confundir consumismo con consumo. El consumo –a diferencia del consumismo– es en sí mismo algo positivo. El ser humano necesita consumir alimentos para sobrevivir, y también consumir otro tipo de bienes y servicios para que su vida sea lo más cómoda y placentera posible. Un consumo responsable y adecuado es positivo y además necesario. Cuando aquí hemos hablado de consumismo hemos hecho referencia a un tipo de consumo que excede los niveles razonables que necesita una persona para ser feliz y convivir en armonía con su ecosistema y que además está principalmente inducido por agentes externos interesados en fomentarlo. Encontrar esa cota donde el consumo se convierte en consumismo no es un asunto sencillo, pero no puede ser abordado sin tener en cuenta una restricción muy importante: la sostenibilidad de los recursos del planeta. Ningún habitante del mundo debería consumir por encima de lo que nuestro planeta permite que se pueda consumir en función de sus capacidades y del ritmo de regeneración de sus recursos naturales. Consumir recursos a un ritmo superior al que los mismos se regeneran es gravemente perjudicial para la biosfera y para la vida del ser humano, puesto que hacerlo amenazaría su propia supervivencia.

[1] Citado en Taibo C., En defensa del decrecimiento. Sobre capitalismo, crisis y barbarie, Catarata, Madrid, 2009
[2] Stuart, T. y Hernández Díaz, M. Despilfarro. El escándalo global de la comida. Alianza Editorial, Madrid, 2011.
[3] Taibo C., En defensa del decrecimiento. Sobre capitalismo, crisis y barbarie, Catarata, Madrid, 2009
[4] Ibíd


* Eduardo Garzón es economista
* Crónica agradece al autor poder compartir sus opiniones con nuestros lectores



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