Cuando hablamos de la crisis de la cultura, resulta lógico pensar en las dificultades económicas que viven el cine y el teatro, en la caída del mundo editorial, en los problemas que encuentran los músicos para ganarse el pan con su trabajo o en el cierre de las galerías de arte. Está bien, son síntomas claros de una situación crítica. Pero conviene pensar también, si queremos entender la complejidad del asunto que discutimos, en los grupos de gente que se acumulan delante de una comisaría o unos juzgados para insultar a un presunto delincuente, exigir un linchamiento público y participar en el guión zafio de un espectáculo organizado como alimento melodramático y comunicativo de las audiencias.
Las agresiones a la cultura en nuestra sociedad no sólo tienen que ver con el desprecio a las artes y las letras tradicionales en su sentido más académico. Hay también una clara agresión a la cultura popular, a ese ámbito de relación con los sueños y las melancolías de la vida cotidiana que marca la existencia de las personas. La elegancia y la imaginación del folklore han demostrado en numerosas ocasiones que no se puede trazar una frontera entre el llamado arte culto y las distintas expresiones populares. El cantaor Enrique Morente, por ejemplo, era emocionante cuando daba voz a San Juan de la Cruz y cuando repetía una copla campesina. Se trataba de elaboraciones distintas de una misma capacidad humana de sensibilidad y conocimiento.
Es esa capacidad la que hoy resulta agredida por unos mecanismos de comunicación que sacan lo peor del ser humano y nos invitan a pensar y sentir a través de los instintos más bajos. Somos convocados de manera constante a consumir productos degradados, de rebaja intelectual y ética, que se acomodan con facilidad en el paradigma de la telebasura. A los gobernantes les resulta fácil manipular y controlar de forma demagógica a poblaciones que carecen de la educación y el conocimiento necesarios para distanciarse de las situaciones coyunturales. Aprender a ponerse en el lugar del otro, distanciarse de los impulsos del egoísmo particular, comprender el dolor ajeno y las alegrías compartidas, son valores que dan sentido a la formación sentimental proporcionada por el arte. Por eso nuestros gobernantes de hoy prefieren extender el analfabetismo ético.
La cultura estética tiene una dimensión ética porque nos enseña que las personas no son mercancías, objetos sin interior que están delante de nosotros para que nos aprovechemos y abusemos sin escrúpulos en la lógica del usar y tirar. La libertad individual sólo alcanza un sentido justo de convivencia si sabemos equilibrarla con el respeto al bien común y a los espacios públicos. Rebajar la cultura, la capacidad del ser humano para cultivarse a sí mismo, supone borrar la experiencia histórica que nos invita a la solidaridad y a la comprensión de lo ajeno.
Estamos construyendo un mundo de seres vociferantes y sumisos al mismo tiempo. La comunión en los instintos bajos conforma una mansedumbre furiosa. La multitud se indigna, se deja dominar por la cólera, desprecia, calumnia, desacredita, pero no dirige su rabia contra los responsables últimos del poder. Los matices son casi imposibles. De la crítica a los malos políticos, del rechazo a los partidos que traicionan a sus votantes para someterse a los dictados de las oligarquías financieras, se pasa a la negación general de la política, es decir, se cancela el crédito al único espacio articulado que permitiría una alternativa real contra los poderes establecidos.
La mansedumbre furiosa de los instintos bajos es una estrategia que le permite al poder desviar la protesta de las poblaciones. Y no resulta muy difícil hacer que el odio caiga contra los que deberían ser sus aliados. Los vociferantes no exigen la mejora de la representación política, el trabajo sindical o la conciencia crítica de los intelectuales. Más bien pretenden su cancelación.
En estos procesos calculados de cancelación coinciden el maltrato actual a las expresiones artísticas y la degradación de la cutura popular. Borrar las experiencias de solidadidad, conocimiento y conciencia crítica es la tarea prioritaria de los que quieren tener las manos libres para organizar un mundo más injusto y más despiadado.
Luis García Montero (Granada, 4 de diciembre de 1958) es un poeta y crítico literario español, ensayista, profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica.
* Crónica agradece al autor su generosa decisión de compartir sus artículos de opinión con nuestros lectores
Los niños disfrutan de una gran curiosidad y de la flexibilidad mental precisa para aprender con facilidad cosas nuevas. No hay que subestimar nunca el grado de comprensión de un niño. La educación sexual puede empezar a una edad muy temprana. La mejor manera de introducir a los niños en la sexualidad consiste en hacerles tomar parte en una relación familiar amorosa y sincera. No reprenderlos porque anden desnudos por casa y enseñarles a cultivar su propio cuerpo. Si los padres se expresan sin inhibiciones ni sentimientos de culpa sobre la desnudez y la sexualidad, su actitud se reflejará en sus hijos.
Los secretos y las historias inventadas para ocultar al niño la verdad sobre la sexualidad le confunden y le inspiran sentimientos de culpa, que le llevan a la neurosis. Descubre pronto la hipocresía y se muestra muy sensible a los sentimientos de culpa de los demás, viéndose afectado por ellos. El niño ha de aprender a considerar el cuerpo como un Templo del Amor, un altar que sólo se comparte con las personas amadas y de confianza, aprendiendo también todas las prácticas básicas del Tantra: la actitud creativa, el examen de sí mismo, el Hatha Yoga, la respiración, el cuidado de los alimentos, la dieta, la higiene, el baño, el Yoga de los Sueños, el masaje, la meditación, la visualización, etc., elementos que pueden ser el fundamento de su educación sexual. El mejor método de enseñanza empieza por darles ejemplo y hacerles participar en estas actividades. Los sentimientos sexuales forman parte integrante del proceso de crecimiento y han de ser explorados en una atmósfera abierta, en lugar de considerarlos una experiencia oculta o inexpresable. Así evitarán los traumas con tanta frecuencia causados por la repentina «revelación sobre la verdad de la vida». Esa «verdad» debe suministrar la base de lo que, para el niño, será un aprendizaje gradual de todo el espectro del amor.
Los niños se familiarizarán con las representaciones del amor sexual y sensual, a fin de desarrollar una actitud positiva y sana hacia las imágenes del amor. Al poseer un sentido innato de la verdad, el mejor método de enseñanza para ellos es el directo y sensible, incorporando la educación sexual a su iniciación en los grandes misterios de la vida. Las expresiones afectivas y sexuales, tanto las que se manifiesten en el seno familiar como las que los niños capten del entorno o de los medios de comunicación (películas, anuncios, canciones), han de tomarse como expresiones naturales y desde una visión positiva. Si bien, habrá que aclarar al niño si algún tipo de estas manifestaciones muestran una visión distorsionada o negativa de lo que debería ser una sana expresión de afecto o contacto sexual.
La vida familiar se impregnará de intimidad. Hay que promover el baño y el masaje mutuos, así como la participación conjunta en el Yoga, la danza, la música, las canciones y demás actividades familiares. «Compartir» supone uno de los factores más importantes para alcanzar una intimidad sana dentro de la familia. Todos tendemos al egoísmo, por lo que importa dejarlo atrás y adquirir una profunda y compasiva conciencia de las necesidades de los demás. Cualquier situación que dé lugar a celos habrá de resolverse enseguida, a través de una participación de la familia en todas las facetas del problema. He ahí la prueba del verdadero amor y la base para una concepción saludable de la sexualidad.
Aunque existen aspectos masculinos y femeninos en todo individuo, la sexualidad proviene del predominio de uno u otro género. Así pues, una buena educación sexual presupone fijarse en las diferencias psicofísicas entre los sexos. Uno de los descubrimientos más repetitivo s de la psicología estriba en la diferencia intrínseca que se observa en las habilidades de los dos sexos. Los chicos levantan torres, mientras que las chicas construyen espacios cerrados. Aunque no podemos saber si por razones genéticas o adquiridas a lo largo del tiempo, los varones se muestran más capaces en el pensamiento espacial, los números y los problemas lógicos, mientras que las hembras aprenden a leer y hablar con antelación, percibiendo mejor las emociones. Por regla general, los niños obtienen mayor éxito al resolver problemas que requieren manipulación, ven mejor durante el día y soportan más el calor que las niñas, quienes, también por regla general, ven mejor durante la noche, soportan grandes extremos de frío y procesan la información con mayor rapidez.
La educación debe ser lugar de desarrollo de las potencialidades humanas, y debe estar libre de los condicionamientos sexistas y de las tradiciones, ideologías y creencias (que están sosteniendo esos valores).
Seguimos sin estar en un sistema coeducativo, lo más que tenemos es una educación mixta basada en el androcentrismo. La escuela sigue siendo una transmisora de los valores masculinos, los “valores” femeninos han sido excluidos del currículum. A lo más que llega es a dar educación a las mujeres como varones.
Hay todo un sexismo que condiciona el desarrollo de los niños: Los juegos infantiles y los juguetes, el lenguaje, el mundo del arte en que las mujeres se ven representadas como vírgenes o santas, o esposas, y ocasionalmente alguna cortesana, en la Historia se explica como transmisión de poder , y la que cuenta el propio poder. Las batallas de los hombres por el poder. Las mujeres no participan.
La sexualidad a menudo se convierte en el modelo de dominación de los individuos. Freud intuye que los niños eran polimorfos. Niño y niña tienen deseos y pulsiones homosexuales, masturbatorias. Es después la propia sociedad la que reprime y canaliza todo ello hacia su sola manifestación dentro del estricto cauce de la heterosexualidad. La sexualidad es mucho más que la mera función biológica de la reproducción, es comunicación, es juego, es una forma de relacionarnos.
Hay que enseñar a ambos sexos con firmeza y generosidad. Con gran frecuencia, un niño trata de «dominar» a uno u otro de sus padres, a fin de monopolizar el ambiente familiar. No obstante, todos ellos respetan la autoridad firme y directa. La disciplina en el hogar reviste gran importancia para todos los aspectos de la educación, incluyendo la educación sexual. Los niños no han de tener acceso a todo de inmediato, al igual que, en el Tantra las enseñanzas misteriosas se reservan para aquellos que han recibido la preparación adecuada. A los padres atañe preparar a sus hijos para el mundo, en lugar de utilizarlos como vehículos para justificarse a sí mismos. Muy a menudo encontramos niños que reflejan las neurosis de sus padres con una inocencia ingenua y, muchas veces, terminan con problemas emocionales profundamente enraizados. La mayoría de estos problemas se originan en la falta de una educación sexual correcta, provocada por el mal ejemplo de los padres o por la falta de comunicación entre la familia.
* Vicente Gascón, es psicólogo - sexólogo, dirige Espai Terapeutic. (salud, psicología y sexo)
* Vicente Gascón se ha incorporado, como vecino de l'Eliana, a nuestro espacio de opinión en el que periódicamente publicamos sus interesantes artículos.
*. Crónica agradece al autor su generosidad con esta incorporación para nuestros lectores.
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Enric, entrando en Ca Revolta, el puzzle es de Cristina Piris |
En el último año hemos visto todo tipo de mareas y otras protestas sociales alzar su voz en nuestras calles, llenando éstas de gritos contra los recortes y contra el desmantelamiento progresivo de los servicios públicos. Abogados, médicos, profesores, bomberos, estudiantes, funcionarios… prácticamente todos los sectores de la población están en pie de guerra. ¿No es todo esto acaso el mejor símbolo de la ruptura social que estamos presenciando?
El desempleo asuela nuestra economía hasta el punto de que ya hemos superado las estimaciones más dramáticas que se hacían al respecto hace apenas unos años. Más del 25% de la población que quiere trabajar no puede hacerlo en el marco del sistema económico actual. El motivo es fácil de dilucidar: nuestra economía no encuentra espacios de rentabilidad que incentiven la inversión de capital, lo que lleva a que nuestra precaria situación se estanque en el tiempo. Sin inversión no hay creación de empleo, y sin creación de empleo se suceden de forma natural los estallidos sociales.
Hasta ahora el capitalismo español había vivido de un modelo de crecimiento muy frágil basado en la burbuja inmobiliaria y en el endeudamiento, todo lo cual había permitido el llamado milagro español que tanta rentabilidad electoral dio a los dos grandes partidos que se alternaron en el poder político. Pero ya desaparecido este modelo no nos queda hoy sino una estructura productiva desindustrializada y la herencia de un reguero de deudas privadas que los gobiernos tratan de socializar, injustamente, como pueden.
Así las cosas, y dado que el capitalismo necesita encontrar espacios de rentabilidad para sobrevivir, las instituciones supranacionales nos invitan a empobrecernos para poder ser competitivos por la vía de los bajos salarios. Nos exigen deshacernos progresivamente de la sanidad, de la educación y de tantos otros servicios públicos. Pero sobre todo nos imponen reformas del mercado de trabajo que atacan al corazón de la negociación salarial, buscando de esa forma deprimir los salarios. Es la estrategia de la devaluación interna, que pretende corregir los desequilibrios comerciales del interior de la Unión Europa por la vía del empobrecimiento de los países del Sur. Es decir, lo que se pretende es hacer suficientemente baratas las exportaciones de países como Portugal, Grecia y España. El economista Stockhammer ha estimado que ese objetivo requiere una devaluación de hasta el 45% del PIB para esos países, lo que sería un retroceso económico superior al de la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX.
Claro que esa estrategia de reformulación del modelo de crecimiento requiere la reformulación misma del modelo de sociedad. Requiere, en última instancia, cambiar la naturaleza de la economía misma tal y como se ha entendido en las últimas décadas. Al fin y al cabo hablamos de arrasar las conquistas sociales alcanzadas tras décadas de lucha social en todas partes de Europa. Y dado que no es un propósito fácil de alcanzar en términos sociales, pues la ciudadanía responde a través de cada vez mayor acción política, los gobiernos blindan el cambio social a través de dos tácticas específicas.
La primera, la represión policial que acompaña a cualquier proceso de cambio autoritario. La violencia policial vista en las manifestaciones más recientes no es sino el reflejo de la impotencia del Gobierno para convencer, pero a la vez su represión administrativa también trata de funcionar como desincentivo de la protesta social. Buscan convertir la frustración en resignación, esperando de esa forma que los ciudadanos se adapten a su nuevo rol en la economía.
En segundo lugar, están adaptando las instituciones al nuevo orden social que se está construyendo. Para ese nuevo modelo de sociedad ya no es suficiente una Constitución, que por otra parte ya se ignoraba ampliamente, sino que se hace necesario subordinarla a otras instituciones que no están al alcance de la ciudadanía. Así, la Unión Europea, y particularmente la Troika, se ha convertido en un marco institucional perfectamente adecuado para imponer y enmarcar los cambios radicales en el modelo de sociedad.
En definitiva, no nos engañemos, están cambiando el modelo de sociedad para poder instaurar un nuevo modelo de crecimiento que permita al capitalismo sobrevivir. De hecho nos dicen que toda esta transformación social es inevitable. Y en realidad no les falta razón, siempre y cuando hayamos aceptado que el objetivo no sea otro que mantener con vida este sistema criminal e irracional. La cuestión clave es si de verdad nos interesa convertirnos en esclavos de ese capitalismo en coma o si ya es hora de romper la baraja y reformular la economía a partir de otros principios y objetivos bien diferentes.
* Alberto Garzón es economista y Diputado de izquierda Unida por Málaga
* Crónica agradece al autor que siempre comparta sus opiniones con nuestros lectores