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La tragedia de Palestina por Luis Garcia Montero

Uno puede caer en la tentación de pensar que el Mundial de Brasil es buena coartada para ocultar la matanza que en estos días sufre Gaza. Pero la verdad es que no hace falta el ruido del fútbol, no son necesarias las sonoras lágrimas de los brasileños por su eliminación, ni las discusiones internacionales sobre la pasividad de Messi o la lesión de Neymar. Palestina soporta muchos años de injusticia, de tortura, de muertes sin que los gobernantes del mundo tomen una decisión real para detener la catástrofe.
No hacen falta muchos recursos para ocultar el crimen. Basta la vida cotidiana, el pasar de los días, el tráfico normal de las calles, el rumor de las oficinas y los supermercados para borrar, por ejemplo, las condiciones extremas de crueldad en la que viven más de millón y medio de personas en un campo de concentración llamado Gaza. Porque el dolor es allí la rutina. Puede incluso afirmarse que la dureza de los castigos coyunturales es menos grave que la normalidad.

Impresiona que un atentado terrorista se resuelva con la venganza de un Estado sobre la población civil. Todo es desmedido en el conflicto entre Hamás e Israel. Tres jóvenes israelíes son asesinados y se produce la reacción. Aunque es un acto bárbaro, entra en la lógica del odio que otros jóvenes israelíes secuestren a un muchacho palestino y lo quemen vivo. La barbarie privada contra la barbarie. Pero está fuera de toda decencia pública y política que un Estado tome la decisión de bombardear a la gente, de destruir casas e infraestructuras, de asesinar a más de 50 personas para dejar claro que siente también odio, que no hay otro futuro que la fuerza y el odio. Todo es desmedido y desigual. Mientras unos tiran cohetes como piedras, los otros ponen en marcha una maquinaria de destrucción rotunda y un ejército capaz de invadir sin oposición un territorio ajeno.
Las víctimas y los verdugos frente a frente. En este conflicto, como en la mayoría de los conflictos en el mundo de hoy, no hay buenos y malos. Es difícil identificarse con la ética y las estrategias de ningún bando. Los valores son excluidos en el vértigo de la realidad. Quedan las personas. He hablado mucho con ciudadanos israelíes con los que me identifico a la hora de opinar sobre la situación y sobre las injusticias que comete su Gobierno. No consigo cruzar dos palabras con los partidarios de Hamás. Me separa de ellos un abismo cuando opinan sobre la vida y la muerte. No, no son los “buenos”, no son “los nuestros” esos que llevan la voz cantante en la política palestina. Pero aunque no haya buenos y malos entre las voces cantantes, sí hay víctimas y verdugos entre la gente. Y las víctimas en una inmensa mayoría son hombres y mujeres de Palestina que sufren una de las explotaciones más infames que se han producido en la barbarie y la rutina de la historia contemporánea.
Porque lo peor en Gaza ocurre cuando no sucede nada. La tragedia no tiene que ver con los bombardeos, ni con un ejército reservista dispuesto a invadir el territorio enemigo. Lo peor se llama normalidad, la existencia cotidiana de un mundo en el que muchas personas, expulsadas de sus casas, soportan la miseria, el racismo y el olvido. La normalidad significa vivir en un lugar en el que colonos insaciables de Israel ocupan tierras sin ningún derecho. La normalidad significa que un 90% de la población viva en la pobreza. La normalidad significa que el agua potable sea un bien más valioso que el oro. Significa que el mundo haya aceptado un Apartheid que viola de forma rutinaria los derechos humanos.
A veces hay un bombardeo y las imágenes de los cadáveres llaman la atención. Se rompe por un momento el silencio. Pero lo que ocurre en el silencio es más infame que aquello que de vez en cuanto iluminan las llamaradas de las bombas.
Y no hay futuro. El odio es un presente perpetuo. La población Palestina está condenada al odio. Los ciudadanos de Israel están condenados al odio. El mundo gira sin que hoy parezca posible una ilusión pública capaz de ordenar la convivencia. Sin derechos humanos, sin libertad, sin fraternidad, sin igualdad, el mundo gira. Y las soluciones de los pragmáticos se han demostrado tan injustas como los sueños de los fanáticos. Entre unos y otros han roto la posibilidad de un Estado que no dependa del odio, de las razas, de los mercaderes de armas, de la avaricia de los banqueros. Nadie defiende ya un Estado que sea patrimonio de los ciudadanos.

Luis García Montero (Granada, 4 de diciembre de 1958) es un poeta y crítico literario español, ensayista, profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica

* Crónica agradece al autor su generosa decisión de compartir sus artículos de opinión con nuestros lectores


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