Estamos instalados en un gran despropósito. Las políticas de austeridad nos llevan al precipicio, sin remisión. El período en el que vivimos es de carácter regresivo, en todos los órdenes. La economía marca el camino; pero la traslación social es dramática. La paradoja es que hay muchísimo capital. Esto escribía en junio de 2012 Robert Reich: "las grandes empresas están sentadas sobre un gran montón de dinero; pero no lo invertirán en crear nuevos puestos de trabajo". Reich no es un peligroso izquierdista; fue secretario de Trabajo con el presidente norteamericano Clinton. Sigue Reich: "la mayor parte de las ganancias de la productividad, van a manos de los propietarios del capital, mientras los trabajadores reciben sueldos cuyo valor real no hace más que descender". Es decir, dinero hay; se trata de explicar que no existe y que, por tanto, se deben recortar gastos. Pero, según explica el profesor Josep Fontana, un estudio reciente del FMI sobre 173 casos de austeridad fiscal para el período 1978-2009, revela que las consecuencias fueron negativas, hasta el punto de que se confirmó la recesión económica y el aumento del paro. Ante esto, el FMI decidió, en octubre de 2012, criticar las políticas económicas europeas, que no estimulaban la recuperación económica. Un giro insólito en una entidad tan conservadora.
¿Qué pretenden, pues, las políticas de austeridad, vendidas como la única solución plausible? La impresión es que la preocupación por el déficit y la deuda tiene como objetivo privatizar los servicios esenciales para la ciudadanía, servicios que pueden convertirse en un suculento negocio para empresarios privados. Paul Krugman lo ha subrayado sin ambages: "el movimiento de lucha contra el déficit nunca ha tenido el déficit como objetivo; se trata de usar el miedo al déficit para destrozar la red social de protección". Todo el relato ultraconservador descansa sobre lo que Josep Fontana ha calificado como "fábula": se ha tratado de convencer a la gente de que "la culpa era de lo que se había malgastado en escuelas y hospitales, de manera que correspondía ahora pagar estos excesos del pasado".
FUENTE: Todos los datos que se recogen en estos gráficos y los que se exponen en el texto relativos a deuda pública, proceden de Eurostat y Banco de España.
El caso de la deuda pública española es ilustrativo. Esa deuda era baja: los datos del Banco de España y de Eurostat lo avalan (véanse gráficos 1 y 2). Nótese que España superó el 60% de deuda sobre PIB en 2010, cuando Alemania y Francia ya lo hicieron en 2003 y el conjunto de la zona euro había rebasado ese guarismo en 2000; mientras que Grecia e Italia iniciaron el siglo XXI con porcentajes que ya reflejaban el 100%, una variable a la que se acerca España en 2014, toda vez que cerró con un 93,9% el año 2013. Pero, en paralelo, la deuda privada española era una de las mayores del mundo. Y era una deuda que se fraguó a partir de los Landesbanken alemanes, que prestaron a bancos y cajas de ahorro españoles que, a su vez, concedieron créditos para operaciones poco recomendables de constructores y para demandas de particulares sin recursos. A éstos últimos, las propias entidades les estimulaban a endeudarse sin miramientos. Tal imprudencia, codicia y escasa profesionalidad se deben adscribir a financieros germánicos e hispánicos, aunque la cancillería teutona culpe al sur por despilfarrador, según nos enseñan los últimos trabajos de Marc Blyth, Florian Schui y Wolfgang Streeck. El desenlace del proceso es conocido: una forma de rescate bancario. En efecto, tras muchas presiones, el presidente Rajoy, que pensaba que con su llegada al poder todo se solventaría (porque trasladaría confianza), tuvo que agachar la cabeza y reconocer una obviedad: que la economía es mucho más complicada que la emisión de cuatro frases más o menos brillantes cuando se está en la oposición; y mucho más difícil que pensar en recetas simples para resolver la complejidad de los procesos. El bloqueo durante meses del gobierno español generó una enorme incertidumbre. Y motivó que a Rajoy, desde tabloides internacionales, le criticaran con dureza. Si se repasan medios como Financial Times, The Guardian, Le Monde, Wall Street Journal y la prensa especializada alemana (que conozco por las referencias que se hacen en la anglosajona, la francesa y la española), el veredicto común es cáustico por muy negativo, y recoge la opinión, oficial y oficiosa, de buena parte de los representantes europeos en Bruselas y de miembros significados de la cúpula comunitaria.
La oposición a esta política económica, cuya escenificación plástica se ha visto en el Camino de Santiago con Merkel y Rajoy abrazando, finalmente, a un apóstol que deberá ayudarles mucho, la encarna el hasta hace poco tiempo ministro de Economía francés, Arnaud Montebourg. Autor de un librito seminal, ¡Votad la desglobalización!, Montebourg, avalado por citas de John Maynard Keynes y con una presentación del historiador galo Emmanuel Todd (que ha firmado igualmente un libro memorable sobre historia y economía), Montebourg nos obsequia con ideas como esta: "El conjunto del sistema de decisión política ha sido tomado como rehén de manera permanente y las políticas alternativas se han considerado cada vez más como irrealistas o, lo que es peor, como utópicas (…) Reina la impotencia y la sensación de que 'nunca se hace nada', la convicción de que no hay diferencia entre izquierdas y derechas. En definitiva lo que se ha impuesto es la dimisión". Esta valiente diatriba ha concluido con la dimisión del propio Montebourg como máximo responsable de la economía gala. Un gesto que le honra, por un motivo central: porque va a ser imposible (sí: imposible) salir de manera razonable de la Gran Recesión manteniendo esta austeridad santificada ante la catedral de Santiago (y en la que se empecinan Hollande y Valls), como si de un tema de fe se tratase, y que, auguro, deberá cambiarse de forma radical si se pretende que la eurozona salga de manera efectiva del túnel.
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