Escribir literatura supone inventarse un lector. Quien escribe necesita ordenar sus pensamientos, buscar las palabras precisas, imaginar en una dirección determinada, tomar decisiones que implican a otro. El lector ideal, más que la persona que mañana puede comprar un libro, es un esbozo de la conciencia del autor, el lugar en el que aprende cosas de sí mismo al mirarse desde fuera, con una objetividad que lo distancie de su ensimismamiento.
Informar y meditar sobre un país supone la búsqueda de una opinión pública. El esfuerzo de no mentir, de no confundir la verdad con un alegato en favor de los propios intereses, exige un horizonte público que se niegue a la manipulación. Exige también ojos que miren y oídos que escuchen con la intención de establecer un diálogo. Para no caer en la derrota y perder el pudor, la figura pública necesita una sociedad capaz de reconocer la decencia y de castigar la infamia. Para no hundirse en el monólogo estéril, quienes informan o quienes opinan sobre la sociedad necesitan una opinión pública con la que confrontar sus miradas hacia la realidad.
El poeta T. S. Eliot pensaba que para el ejercicio de la poesía era imprescindible la existencia de un grupo suficiente de lectores que le diera sentido social al trabajo del poeta. Ocurre lo mismo por lo que se refiere al periodismo, necesita una opinión pública y cada medio crea la suya, la busca, le pide apoyo para respirar y argumentos para discutir.
"¿Quién es el público y dónde se encuentra?", preguntaba Larra en el título de uno de sus artículos de costumbres. La respuesta del periodista no era muy alentadora. Decidido a buscarlo, salió a la ciudad y se encontró una multitud rutinaria que ocupaba como un rebaño los lugares de Madrid según las horas y opinaba arrastrada por instintos poco razonables: un público "caprichoso y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que lo componen". Un público capaz de aplaudir y apoyar a aquel que lo maltrata.
El artículo de Larra tiene algunas semejanzas con un cuento de Edgar A. Poe que se titula El hombre de la multitud. La multitud es una acumulación de gente que no tiene nada que decirse. Se agrupa en lugares que no puede compartir. Como después señaló Baudelaire, la multitud es sólo un conjunto de soledades. Es la misma muchedumbre que cruza por las páginas de Poeta en Nueva York, sin una voluntad de amor que la convierta en una dignidad colectiva.
La nueva realidad ha propiciado el protagonismo de la multitud tecnológica. Se trata del lado negativo de las nuevas posibilidades de comunicación. A veces uno escribe un artículo, opina sobre cualquier problema y se ve asaltado por respuestas que tienen poco que ver con la existencia de una opinión pública. Los comentarios del periódico, Twitter y Facebook se convierten en una multitud sin nada sobre lo que dialogar. Caben la caricatura, el insulto, las críticas o las felicitaciones por lo que no has querido decir, cualquier cosa menos un argumento o un dato sobre el que establecer una conversación. La gente dice lo que piensa sin pensar lo que dice y se despacha en una dinámica en la que hay muchas ganas de hablar y pocos deseos de escuchar.
El paradigma de la telebasura ha extendido a través de la tecnología el encono de los sectarismos políticos y las furias de la barra de bar. Llevo años viendo cómo desde medios muy tradicionales se alienta el insulto, el desparpajo y la calumnia. Así que tengo motivos para pensar que esta deriva está muy calculada como método para acabar con cualquier posible protagonismo de una opinión pública capaz de decidir. Una manera de privatizar la vida es convertir las plazas en un vertedero.
No estamos hablando, por supuesto, de la crítica o la refutación que pueden merecer un artículo o unas declaraciones. Hablamos de la incapacidad de meditar sobre opiniones contrarias y de cancelar el debate público transformando los argumentos en calumnias o desprecios. Leo en Fernando Pessoa (Aforismos, Editorial Renacimiento) que "Cualquier maledicencia es una confesión" y pienso que la mayoría de las mentiras y los insultos son la confesión de una multitud compuesta por soledades, gente obligada a caminar junta, pero sin nada que decirse. Decir no es hablar. El ruido del bla ba bla tiene poco que ver con la comunicación.
Me pongo a mí mismo como ejemplo. Cuando alguien se duele con respeto y me lleva la contraria por mis opiniones sobre el PSOE, me entran ganas de explicar, de explicarme, de matizar, de decirme que mis críticas rotundas, por ejemplo a Felipe González, no son más que el reconocimiento de la importancia que tienen los votantes socialistas y buena parte de su militancia para la transformación de una democracia maltratada con el apoyo de sus líderes. Pero cuando alguien anónimo me acusa de ser cómplice de ETA y de no respetar a las víctimas del terrorismo por criticar a un gobernante del PP sólo siento ganas de callarme y me veo a mí mismo sucio, formando parte de un vertedero en el que las palabras ya no tienen espacio para respirar.
Sirvan estas confesiones para agradecer a los lectores su compañía. Con sus críticas o sus apoyos, me invitan a debatir conmigo mismo y con los demás. Sirvan también como saludo a los periodistas que buscan una opinión pública igual que un poeta busca a un lector. Entre todos tenemos que inventarnos.
Luis García Montero (Granada, 4 de diciembre de 1958) es un poeta y crítico literario español, ensayista, profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica
* Crónica agradece al autor su generosa decisión de compartir sus artículos de opinión con nuestros lectores
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