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El miedo a los rojos, articulo de Gil-Manuel Hernández Martí

Tras el éxito de la Revolución Rusa de 1917 un pánico se expandió por el mundo. El fantasma del comunismo al que se refirieran Marx y Engels en 1848, fecha de edición del Manifiesto Comunista, se convertía por fin en algo físico y tangible, en la posibilidad real de un mundo diferente al ofrecido por el despiadado capitalismo burgués, decididamente explotador e imperialista. Se abría así una profunda grieta en el sistema, al tiempo que los movimientos socialistas, comunistas y anarquistas de la vieja Europa cogían vuelo y comenzaban a poner en jaque el orden de la sacrosanta propiedad privada.

En el esclerotizado régimen de la  España de la Restauración los movimientos obreros aumentaban su presencia, su fuerza y su influencia, por encima incluso del republicanismo, destacando el gran protagonismo del movimiento libertario. Por doquier los empresarios se ponían nerviosos y, dadas las circunstancias, recurrían al pistolerismo o la guerra sucia. Pronto, muy pronto, encontrarían su “solución final” en el fascismo y la guerra a gran escala. El miedo a los rojos sería atizado por las clases dirigentes como un letal virus propagado a consciencia para sembrar el temor entre una población en gran medida inculta, sumisa y dominada por los valores religiosos tradicionales. El comunismo vendría a significar el caos, el hundimiento de los valores cristianos, el fin de la civilización, el advenimiento de un régimen infernal como perversa encarnación de la Anti-España, del mismo modo que el Anticristo aparecía en la escatología católica como la antítesis del reino cristiano de los cielos. Por tanto, se imponía una Cruzada exterminadora y ejemplar, una gigantesca expiación que alejara para siempre esa lepra comunista de las “buenas gentes” y, por supuesto, del omnímodo poder de las seculares oligarquías extractivas.

Tras la Guerra Civil el franquismo elevó el miedo a los rojos a verdadero dogma de fe. Con celeridad procedió a instrumentalizar el recuerdo de la quema de iglesias, las profanaciones de conventos y los asesinatos de religiosos para propagar un pánico cerval a los rojos que pudieran quedar enquistados −el enemigo interior, siempre silente y traicionero− o a las posibles amenazas procedentes desde la pérfida Europa. Las gentes educadas bajo el régimen fueron inseminadas con la semilla de la aversión a un comunismo donde entraba todo lo que no supusiera la aceptación entusiasta de la dictadura y sus rancios valores. El objetivo era deshumanizar al disidente, presentarlo como un súcubo lleno de malas intenciones, un ser infame y abyecto capaz de chupar la sangre a los niños, lavar el cerebro a los jóvenes y desviar a las masas obreras de la obediencia ciega al Caudillo y su Fuero del Trabajo.

Las derivadas geoestratégicas de la Guerra Fría tampoco ayudaron a disminuir el miedo a los rojos, más bien todo lo contrario, pues mientras en Estados Unidos se desataba la histeria macarthista, en España el maquis todavía resistía y el socialismo real se iba mostrando cada vez más como el sangriento reino del gulag, encarnación siniestra de la distopía orwelliana. El nacionalcatolicismo continuó con su particular catequesis anticomunista, que evidentemente incluía a todo librepensador o partidario de la democracia.  Paralelamente, en el llamado pueblo llano y las emergentes clases medias nacidas al socaire del desarrollismo iba asentándose ese poso de miedo que identificaba a los rojos con el mal y la miseria. Pues al fin y al cabo se trataba de eso, de que la población identificara el bien con los discursos de orden, familia y tradición, y el mal con el amplio espectro que iba desde el liberalismo centrista al anarquismo. Todo lo que quedaba dentro del espectro se refería a los “rojos”. Por eso cuando llegó la Transición el pavor a los rojos hizo un grandísimo favor a la gigantesca reconversión lampedusiana del tardofranquismo. Bajo ningún concepto podían volverse a correr los riesgos revolucionarios de los años 30, tenía que estar todo “atado y bien atado”. Se imponía el “consenso”. La presión de los poderes fácticos (ejército, banca, iglesia, grandes empresarios, alto funcionariado  franquista) y los intereses geoestratégicos de Estados Unidos hicieron el resto: los partidos y sindicatos de izquierdas fueron legalizados a cambio, por decirlo de alguna manera, de que no pudieran llegar a gobernar, o si lo hacían, como fue el caso de un descafeinado PSOE, lo hicieran sin hacer peligrar los intereses del status quo. Aún así, durante la Transición la extrema derecha de encargó de sembrar el terror entre los militantes de la izquierda, con cientos de asesinatos que quedaron impunes, para que no quedaran “cabos sueltos”.

Con al ascenso del neoliberalismo, su creciente vampirización de la  socialdemocracia y la caída del Muro de Berlín el miedo al comunismo se relajó en España considerablemente. Con posterioridad, los años del ciclo expansivo de la burbuja inmobiliaria (1996-2007) parecieron dibujar un paraíso de consumismo sin tasa, crecimiento constante y bienestar perpetuo. Sin embargo, en la cosmovisión de la derecha española y sus fieles votantes, reconfortados por la paternal protección de la iglesia católica, continuó latiendo el dantesco recuerdo de los horrores de la “hidra roja”, esa monstruosidad cuyo descabezamiento nunca aseguraba la victoria porque la maldad que la poseía podía hacerle brotar nuevas y agresivas cabezas. Por lo tanto había que estar alerta, como se encargaban de recordar tantos párrocos en sus homilías semanales, pues los rojos podían regresar en cualquier momento, camuflados bajo causas como la defensa feminista del aborto libre, los derechos de los homosexuales, las demandas antimilitaristas, las reivindicacionees ecologistas o los “nacionalismos excluyentes”. Los rojos eran el elemento extraño, diabólico, disolvente, una plaga larvada y amenazante, por lo que había que permanecer vigilantes.

Entonces llegó el crack de 2008 y el espejismo del bienestar saltó por los aires. Todo había sido una gran farsa, y los trileros que la orquestaron volvieron a mover sus cubiletes para que los de siempre pagaran los platos rotos. Y así la doctrina del shock se hizo carne, y millones de personas se vieron abocadas al paro, la ruina, la depresión y el desastre. Solo era cuestión de tiempo que, descubiertas las mañas de los tramposos, emergiera la indignación. Y poco después ésta ocupó las calles, resonó en las casas y empezó a hervir en nuevas propuestas y demandas políticas que pretendían  impartir justicia, hacer limpieza y “resetear” el sistema. Las oligarquías se agitaron en sus podridas poltronas, llamaron al orden a sus lacayos políticos y les exigieron mano dura. Y algo más: decidieron que había que volver a reactivar mediáticamente el viejo pánico, la enraizada aversión a los rojos, que ahora eran presentados como una extraña mezcla de populistas, proetarras, bolivarianos irresponsables, perroflautas y violentos con piel de cordero. Y en esas estamos.

El problema es que el miedo a los rojos infundido por la derecha sigue funcionando como un mecanismo religioso de alta eficacia, pues sus fieles creen a pies juntillas que el “rojerío” es una masa, una posible mayoría, una horda en la que  amalgaman, en oscuro aquelarre, los demonios de verdad con la buena gente confundida por ellos, a la que es preciso “salvar” como sea. Por contra, el antifascismo de la izquierda expresa el miedo a una minoría, a una élite que mueve los hilos para que las fuerzas vivas perpetren sus desmanes. En el miedo de la derecha a los rojos se evidencia el desprecio por las masas, mientras que en la denuncia izquierdista del fascismo está implícito, al menos en teoría, el respeto por las masas. En el discurso del miedo a los rojos las masas son la efervescencia manifiesta de las malas artes del diablo manipulador, el resultado de ese extravío colectivo que es desviarse del recto camino que protegen los guardianes de las esencias del bien. En última instancia, todo esto se entiende desde una perspectiva abiertamente religiosa, doctrinariamente católica: nosotros somos los buenos, aunque nuestras medidas sean duras o impopulares, pues se trata sufrir penitencia por todas nuestras faltas, de arrepentirse, de enmendar nuestros errores como pobres pecadores. Diez padrenuestros y cien avemarías de recortes, apretones de cinturón y austeridad. Y un 30% de votos fijos asegurados. O eso o el infierno rojo, el  apocalipsis del fin de la propiedad, de la seguridad ciudadana, de los valores eternos, de la España decente, de la ley y el orden. O nosotros o el caos.


Gil-Manuel Hernández Martí. Doctor en Geografia i Història. Professor Titular del Departament de Sociologia i Antropologia Sociual, Facultat de Ciències Socials, Universitat de València. Es dedica a treballar sobre temes com les festes populars, el patrimoni cultural, la religió, les polítiques culturals i els processos de globalització.

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