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Grecia: el ultimo campo de batalla en la guerra de la élite financiera contra la democracia por George Monbiot

Puede que Grecia esté financieramente en bancarrota, pero la troika se encuentra en bancarrota política. Los que persiguen a este país ostentan poderes ilegítimos, antidemocráticos, poderes del tipo de los que hoy nos afligen. Consideremos el Fondo Monetario Internacional. La distribución de poder en él quedó perfectamente suturada: las decisiones del FMI exigen una mayoría del 85% y los EE.UU. disponen de un 17% de los votos.
El FMI está controlado por los ricos y gobierna los pobres en su nombre. Le está haciendo hoy a Grecia lo que le ha hecho a un país pobre detrás de otro, de Argentina a Zambia. Sus programas de ajuste estructural han obligado a docenas de gobiernos electos a desmantelar el gasto público, destrozar la sanidad, la educación y todos los medios gracias a los cuales podrían mejorar su vida los desdichados de la tierra.
Se impone el mismo programa, independientemente de las circunstancias: todo país que coloniza el FMI debe situar el control de la inflación por delante de otros objetivos económicos; eliminar de inmediato las barreras al comercio y al flujo de capital, liberalizar su sistema bancario, reducir el gasto público en todo salvo en el reembolso de la deuda y privatizar aquellos activos que puedan venderse a inversores extranjeros.
Recurriendo a la amenaza de su profecía autocumplida (avisar a los mercados financieros de que están condenados aquellos países que no se sometan a sus demandas), ha obligado a los gobiernos a abandonar políticas progresistas. Maquinó prácticamente por su cuenta la crisis financiera asiática de 1997: al obligar a los gobiernos a eliminar el control de capitales, abrió las divisas a los ataques de los especuladores financieros. Sólo países como Malasia y China, que se negaron a ceder, lograron escapar.
Consideremos el Banco Central Europeo. Como la mayoría de los demás bancos centrales, disfruta de “independencia política”. Esto no significa que se vea libre de la política, sólo que está liberado de la democracia. Lo rige, por el contrario, el sector financiero, cuyos intereses está constitucionalmente obligado a defender a través de su objetivo de inflación del 2%. Siempre consciente de dónde reside el poder, ha rebasado este mandato, provocando deflación y un paro de proporciones épicas a los miembros más pobres de la eurozona.
El tratado de Maastricht, que estableció la Unión Europea y el euro, se construyó sobre una mortífera ilusión: la creencia de que el BCE podría proporcionar la única gobernación económica que requería la unión monetaria. Surgió de una versión extrema del fundamentalismo de mercado: si se mantenía baja la inflación, imaginaban sus creadores, la magia de los mercados resolvería todos los demás problemas sociales y económicos, haciendo superflua la política. Esa gente sobria, adecuada, seria, esos que se consideran a sí mismos los únicos adultos de la sala [palabras de Christine Lagarde, directora del FMI, durante la negociaciones con Grecia en Bruselas] resultan ser enloquecidos fantaseadores utópicos, devotos de un culto económico fanático.
Todo esto no es más que un capítulo reciente en la larga tradición de subordinar el bienestar humano al poder financiero. La brutal austeridad impuesta a Grecia resulta suave comparada con anteriores versiones. Tomemos el siglo XIX y las hambrunas de Irlanda y la India, ambas exacerbadas (y en el segundo caso causada) por la doctrina del laissez-faire, que hoy conocemos como fundamentalismo de mercado o neoliberalismo.
En el caso de Irlanda, resultó muerta una octava parte de la población – casi se podría decir asesinada – a finales de la década de 1840, en parte por la negativa británica a distribuir alimentos, a prohibir la exportación de grano o a proporcionar auxilio eficaz a los pobres. Esas medidas políticas ofendían la sagrada doctrina de la economía del laissez-faire de que nada debía frenar a la mano invisible del mercado.
Cuando la sequía golpeó India en 1877 y 1878, el gobierno imperial británico insistió en exportar cantidades nunca vistas de grano, precipitando una hambruna que mató a millones de personas. La Ley Contra Aportaciones Caritativas de 1877 (Anti-Charitable Contributions Act) prohibía “bajo pena de prisión las donaciones particulares de socorro que interfiriesen potencialmente con la fijación por el mercado de los precios del grano”. El único auxilio que se permitió fueron los trabajos forzados en campos de trabajo, en los que se suministraba menos alimento que a los reclusos de Buchenwald. La mortalidad mensual de estos campos en 1877 fue equivalente a una tasa anual del 94%.
Tal como argumentó Karl Polanyi en La gran transformación, el patrón oro – el sistema autorregulador en el centro de la economía de laissez-faire – impedía a los gobiernos de los siglos XIX y XX elevar el gasto público o estimular el empleo. Les obligaba a mantener pobre a la mayoría, mientras los ricos disfrutaban de una edad dorada. Había pocos medios disponibles para contener el descontento público, aparte de chuparle la riqueza a las colonias y promover un nacionalismo agresivo. Este fue uno de los factores que contribuyeron a la Primera Guerra Mundial. La reanudación del patrón oro por parte de muchos países después de la guerra exacerbó la Gran Depresión, impidiendo que los bancos centrales aumentaran la provisión de dinero y financiaran los déficits. Podíamos haber esperado que los gobiernos europeos se acordasen de las consecuencias.
Abundan hoy los equivalentes del patrón oro, los inflexibles compromisos con la austeridad. En diciembre de 2011, el Consejo Europeo acordó un nuevo pacto presupuestario, imponiendo a todos los miembros de la eurozona la regla de que “los presupuestos del gobierno deberán estar equilibrados o tener superávit”. Esta regla, que hubo de trasponerse a las leyes nacionales, “contendría un mecanismo de corrección automático que se activaría en caso de desviación”. Esto ayuda a explicar el horror señorial con el que los tecnócratas de esa troika no elegida han saludado el resurgimiento de la democracia en Grecia. ¿No habían asegurado que su opción era ilegal? Esos decretos vienen a significar que el único resultado democrático posible en Europa consiste en el derrumbe del euro: nos guste o no, todo lo demás es una tiranía que se consume lentamente.
Resulta duro reconocerlo para quienes estamos en la izquierda, pero Margaret Thatcher salvó al Reino Unido de este despotismo. La unión monetaria europea, según ella predijo, garantizaría que no se debe rescatar a los países más pobres, “lo cual destrozaría sus ineficientes economías”.
Pero sólo para que su partido lo suplantara por una tiranía de cosecha propia. El compromiso legal propuesto por George Osborne de superávit presupuestario sobrepasa el de la regla de la eurozona. El cerrojo de responsabilidad presupuestaria prometido por los laboristas, si bien más suave, tenía una intención semejante. En todos los casos, los gobiernos se niegan a sí mismos la posibilidad de cambio. Dicho de otro modo, prometen desbaratar la democracia. Así ha sido durante los últimos dos siglos, con la excepción de los treinta años de respiro keynesiano.
El aplastamiento de la capacidad política de elegir no es un efecto lateral de este sistema de creencias utópico sino un componente necesario. El neoliberalismo resulta intrínsecamente incompatible con la democracia, pues la gente siempre se rebelará contra la austeridad y la tiranía fiscal que prescribe. Alguien tiene que dar, y ha de ser el pueblo. Este es el verdadero camino de servidumbre: desinventar la democracia en nombre de las élites.
* George Monbiot es uno de los periodistas medioambientales británicos más consistentes, rigurosos y respetados, autor de libros muy difundidos como The Age of Consent: A Manifesto for a New World Order y Captive State: The Corporate Takeover of Britain, así como de volúmenes de investigación y viajes como Poisoned Arrows, Amazon Watershed y No Man’s Land.


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