Uno de los mitos bíblicos más extendidos en la cultura popular es el de la batalla de David contra Goliat. Como es sabido, el mito describe la valentía de un pequeño hombre que fue capaz de enfrentarse con éxito a un gigante, siendo una de sus moralejas que hay batallas que aunque parezcan imposibles pueden resolverse de forma favorable para el más débil. Un mito para alimentar la ilusión de los pueblos que enfrentan importantes amenazas.
Sin embargo, la historia ha demostrado que lo normal es que ocurra lo contrario. Es decir, que el gigante aplaste al débil. Aunque haya eventos históricos y heroicos en los que los débiles y los justos salen vencedores, lo habitual es que la correlación de fuerzas, sea militar o política, determine por encima de criterios tales como la bondad, la justicia o la verdad. En el libro Los hundidos y los salvados el escritor italiano Primo Levi describió con horror cómo tras su experiencia como superviviente de un campo de concentración nazi aprendió que los salvados no fueron los mejores sino los egoístas, los violentos, los colaboradores. Los mejores, los de las heroicidades, los comunistas y los solidarios acabaron todos muertos. Una dura forma de acabar con el optimismo modernista y su fe en el progreso de la historia, pero también de entender que las estructuras del sistema, sea económico o político, pueden ser impenetrables la mayor parte del tiempo.
En cierta medida la suerte de la reciente batalla política entre el gobierno de Grecia y el Eurogrupo estaba decidida de antemano. No por la menor habilidad de los dirigentes griegos, como algunos análisis de enorme pobreza quieren hacer creer, sino por la situación estructural de sus economías y, por lo tanto, de sus Estados. La explicación última del resultado se encuentra no en las posiciones tácticas a lo juego de tronos sino en las razones estructurales que conforman y determinan los límites del tablero político. Y esas razones estructurales son, desde luego, económicas.
Se ha dicho mucho que la economía griega representa un porcentaje muy reducido del PIB de la eurozona, y que con esas cartas es difícil echar una buena partida. Efectivamente, Grecia es el 1,78% del PIB, mientras que Alemania es casi el 29%. Para hacernos una idea, la economía española representa algo más del 10%. Estos datos son importantes para hacernos una idea de la diferencia cuantitativa que existe entre las tres economías, de lo que puede derivarse algo así como un cierto poder de negociación. Pero las razones estructurales a las que hacíamos referencia antes van más allá del peso cuantitativo en el PIB.
Cuando analizamos la capacidad de una maquinaria estatal y de su Gobierno para imponer sus condiciones a otros sujetos, o Gobiernos, conviene atender al papel que sus economías juegan en el sistema-mundo capitalista, es decir, a la forma en la que se insertan en la economía mundial. Esto, que es evidente para los analistas de tradición marxista, es sistemáticamente obviado en los análisis convencionales.
Baste comprobar algunos datos relevantes. Por ejemplo, el número medio de horas trabajadas al año. En Grecia se trabaja un 46% más que en Alemania, mientras que en España se trabaja casi un 20% más que en Alemania. Los trabajadores mediterráneos no sólo no somos más vagos sino que además trabajamos más horas. Ahora bien, lógicamente uno puede –y debe- preguntarse por qué entonces la crisis es tan fuerte aquí y no tanto en Alemania.
La explicación está en la productividad, que es mucho más alta en Alemania que en los países mediterráneos. Eso significa que un trabajador alemán genera más valor añadido de media que sus homólogos españoles o griegos. En España la productividad es sólo del 75% respecto a la productividad alemana, y en Grecia del 47%. Aquí caben varias explicaciones. La primera, que los trabajadores mediterráneos en realidad sí somos más vagos y que no ponemos todo el esfuerzo por hora que sí ponen los alemanes. La segunda, más rigurosa, es que la estructura productiva de las economías mediterráneas está especializada en sectores de menor valor añadido. Al fin y al cabo, la composición de las estructuras productivas determina el nivel de productividad. No es lo mismo producir productos agrícolas que productos de biotecnología. Y así es como entra en juego como variable relevante el peso industrial.
Efectivamente, el peso de la industria es mucho mayor en Alemania que en España o Grecia. Pero además, su especialización es mucho más alta en líneas de producción de alta tecnología que en los países mediterráneos. Eso significa que la producción de la economía alemana es de alto valor añadido, lo que supone una productividad mucho más alta y la posibilidad de proporcionar prestaciones mucho mayores a sus trabajadores –empezando por los salarios.
Con esta visión panorámica se puede comprobar cómo las economías griega y española son economías periféricas en relación a la alemana. Sus estructuras productivas son mucho menos sólidas y, además, también mucho más volátiles. Asimismo, el carácter periférico hace a estas economías muy dependientes de las economías del centro.
Hay que recordar que con tales estructuras productivas sería imposible disfrutar del consumo material que vemos a nuestro alrededor si no fuera por la importante financiación exterior que llega desde los países del centro. Tanto España como Grecia tienen economías que tienden a tener un notable y crónico déficit por cuenta comercial (es decir, más importaciones que exportaciones) y que sólo es compensado porque los bancos internacionales –sobre todo alemanes y franceses- financian los gastos –haciendo negocio y elevando el endeudamiento privado y público. Aquí, y sólo aquí cuando la unidad de análisis es el país en su conjunto, sí tiene sentido la expresión popular según la cual España ha vivido por encima de sus posibilidades.
En definitiva, en las economías española y griega hay, por decirlo así, un menor grado de desarrollo. Pero sería un error concluir que ello es consecuencia bien de un menor esfuerzo por parte de sus ciudadanos bien porque nuestros dirigentes no hayan logrado modernizar la economía. En realidad, el subdesarrollo relativo de la economía española o griega es estructural, es decir, es parte del reparto de cartas en la economía mundial. Es, por decirlo de otra forma, nuestro papel en la distribución internacional del trabajo. Y el diseño institucional de la Unión Europea y la eurozona no sólo no corrige esa circunstancia sino que lo agrava.
Es más, las reformas estructurales impuestas por la troika en los países del Sur de Europa tienen como objetivo profundizar en el carácter periférico y dependiente de estas economías. No hay ningún propósito de modificar las estructuras productivas y hacerlas converger con las del centro. Al contrario, están tratando de adaptar el peso de los servicios públicos y los derechos laborales a las necesidades de una economía subdesarrollada. Hablando en plata, se trata de recortar y acabar con todo aquello que sea obstáculo para que la rentabilidad del capital vuelva a ser suficiente para reiniciar el crecimiento económico en el sur. Un crecimiento que se caracteriza, y ya vemos rasgos en la actualidad, por un modelo económico de precariedad laboral y social.
De ahí que el Gobierno griego de Syriza estuviera condenado, desde el comienzo, a perder esa batalla. Porque no había condiciones objetivas suficientes para vencer frente al gigante del capital financiero del centro. Ahora bien, eso no quiere decir que esté todo perdido. Lo que hay que entender es que ni Syriza ni Grecia pueden cambiar este rumbo suicida en solitario. Y así como Alexis Tsipras constituyó cierto polo patriótico en torno a la lucha contra la política de austeridad gracias al resultado del referéndum, Grecia necesita también aliados internacionales.
Y sin duda esos aliados potenciales se encuentran en el sur de Europa, y no sólo se sitúan entre las clases trabajadoras. Cierta alianza interclasista es posible y necesaria en la medida que el horizonte neoliberal perjudica no sólo –aunque sea especialmente- a las clases trabajadoras sino también a los estratos de las autoconsideradas difusamente clases medias. Hablamos de un complejo pero amplio sector social que está en plena descomposición como consecuencia de las transformaciones del capitalismo, y que aún sufrirá mucho más el desarrollo de las futuras políticas neoliberales. Es ahí donde puede cristalizar y constituirse la base social para la transformación política del país y de Europa. Pero para ello es requisito imprescindible entender adecuadamente el tablero de juego, que es esencialmente económico, y no desviarse de lo importante, que es hablar de la cuestión social y económica.
En definitiva, más programa y contenido económico para construir una unidad popular de base nacional con la que ayudar a construir una unidad popular de base internacional. Sólo así los heroicos relatos míticos podrán convertirse en realidad. Y más nos vale que así sea.
* Alberto Garzón es economista y diputado por Málaga de Izquierda Unida, candidato por Izquierda Unida a la Presidencia del Gobierno
* Crónica agradece al autor poder compartir sus opiniones con nuestros lectores
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