La democracia del Estado que tenemos, la democracia
de nuestras instituciones, la democracia de los ciudadanos que somos, la
democracia nuestra de cada día… deja mucho que desear, por más que
también tengamos motivos para valorarla y, por supuesto, defenderla. Eso
no quita que tengamos presente el irónico dictum de Churchill
declarando a la democracia el menos malo de los sistemas políticos –“el
peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”- o que, más
aún, estemos convencidos de que es el mejor sistema político, y no ya
sólo por el rendimiento de sus mecanismos institucionales, sino por el
núcleo ético que la democracia conlleva, el cual no es otro que el
reconocimiento igualitario de la dignidad de todos los individuos como
ciudadanos o ciudadanas, esto es, como sujetos de derechos.
Estribando en ello el radical valor de la democracia y estando bien
que se subraye, suele darse a la vez cierta tendencia a considerar esa
concepción de la democracia que debe ser, no reparando tanto en los
déficits que con frecuencia acarrea la democracia que de hecho es. Así,
hasta que determinadas circunstancias hacen salir de cierta visión
ilusoria y obligan a una confrontación seria con la realidad. Tal cosa
es lo que empezó a suceder hace cinco años al hilo del 15M, cuyas
movilizaciones contaban, entre otros, con el lema positivo “¡democracia
real ya!” o con el negativo “no nos representan”, acusando las
insuficiencias de nuestra democracia parlamentaria. También es cierto
que con la arraigada manía de ver la paja en el ojo ajeno, sin ver la
viga en el propio, solemos estar prestos a señalar las limitaciones de
las democracias de otros Estados, sin pararnos a analizar críticamente
la propia del nuestro. Y hoy por hoy, a la vista de lo que puede ocurrir
tras las elecciones generales del pasado 26 de junio, con la mayoría relativa de 137 diputados obtenida por el PP
en victoria hasta ese punto imprevista, cabe preguntarse si va a ser el
caso de vernos en tan fuerte autocontradicción de nuestra democracia
que ello mismo suponga algo más que un déficit de la misma.
Quizá pueda producir notable extrañeza hablar de autocontradicción, y
grave, de la democracia española como consecuencia de lo que las
elecciones nos han proporcionado como representación de la ciudadanía
española en el Congreso de los Diputados. La contradicción aludida no
está en la composición del hemiciclo, la cual, aun con las distorsiones
que produce la ley D’Hont con la que se rige la normativa electoral,
responde a lo que los votantes han decidido. No hace falta decir que,
como exige la democracia desde su núcleo ético, merecen todo el respeto
del mundo los ciudadanos y ciudadanas que han ejercido su derecho a
elegir a sus representantes por el cauce político jurídicamente
establecido, que es ese acto mayor de la democracia consistente en votar
libremente.
Subrayado eso, lo que a continuación cabe formular es la crítica a lo
que puede seguirse a partir de los 137 escaños del PP, que no es otra
cosa que la crítica a lo que significa la candidatura de Mariano Rajoy
para formar un gobierno del PP o en torno a él, dado que sobre el
candidato popular recae la tarea de intentarlo en primera instancia.
Pues lo que significa dicha candidatura es el intento de llevar a la
presidencia del gobierno de España, de nuevo, a quien ha estado al
frente no sólo de políticas antisociales y marcadamente autoritarias,
sino también al frente del partido que se halla sumido en una cascada de
casos de presunta corrupción que obligan a hablar de corrupción
sistémica en el Partido Popular. Para colmo es el candidato que puede
llegar a la investidura como presidente en funciones del gobierno
anterior, el gobierno que ha amparado actuaciones tan deleznables
moralmente y tan impresentables políticamente como las de un ministro del Interior involucrado en conversaciones
para utilizar recursos del Estado contra adversarios políticos. Para
cualquier democracia que se precie de serlo en un Estado de Derecho es
causa de escándalo político mantener esa candidatura, aunque sea con el
apoyo recibido por millones de votantes –no dejan de ser inquietante
incógnita los motivos para apoyarla-.
Presentarse de nuevo a presidir el ejecutivo sin haber asumido
ninguna responsabilidad política por todo lo sucedido en el Partido
Popular siendo Rajoy su presidente, no hace sino poner al país en el
aprieto de tener un primer ministro deslegitimado desde el primer día.
Tan deslegitimado estaba de antemano que en su momento, ya hace años,
tendría que haber dimitido de la presidencia del gobierno, como hubiera
ocurrido en la democracia de un país decente, más allá de la mecánica de
los contables apoyos parlamentarios. La legitimidad de origen en cuanto
a cómo se desempeña la responsabilidad de un cargo, asumido conforme a
los procedimientos legalmente establecidos, no garantiza esa legitimidad
de ejercicio que hay que mantener a lo largo del tiempo. La situación
es especialmente grave cuando la legitimidad para el cargo viene ya
dañada antes de presentarse para el mismo a tenor de los mecanismos que
la norma legal señala. La legalidad no anula ese déficit de legitimidad.
Por todo ello, la autocontradicción que puede darse en nuestra
democracia es la consistente entre lo que de positivo supone el
ejercicio del voto por parte de ciudadanos y ciudadanas que optan por
candidaturas del PP y lo negativo que se sigue de la mayoría relativa
con la que inicialmente cuenta el candidato popular para la presidencia
del gobierno. Porque la corrupción –aparte lo que establezcan los jueces
respecto a presuntos casos que han estado o están en los tribunales- no
puede quedar políticamente impune. Millones de votos no pueden suponer
borrón y cuenta nueva de todo lo ocurrido hasta el punto de provocar un
grave daño a las instituciones democráticas, al patrimonio público y a
la misma sociedad española. Por eso, nos debemos negar a que nuestra
democracia se vea lastrada por un gobierno al que sigue persiguiendo la
corrupción. Es una cuestión de fondo, no marginal, que requiere, por
dignidad política, una respuesta firme.
Estando presente la posibilidad de la contradicción expuesta, tiene
plena razón de ser la posición del PSOE en cuanto a mantener su “no” –se
sigue de defender que ni apoyo, ni abstención- a la investidura de
Rajoy y a la formación de un gobierno del PP. Por otra parte, habida
cuenta de la mucho menor representación parlamentaria obtenida por
fuerzas políticas de izquierda, presentes en la cámara baja con los 85
escaños del PSOE –ha perdido cinco desde las pasadas elecciones del 20
de diciembre- y con los 71 de Unidos Podemos –coalición varada en lo que
no pasa de ser resultado igual a la suma de los 69 de Podemos y los 2
de IU obtenidos por separado en los comicios anteriores-, es cierto que
tal representación, aun contando con la posibilidad del apoyo de otras
fuerzas políticas como Ciudadanos, con sus 32 diputados, o como la de
otros partidos minoritarios, hace muy difícil –no es hipótesis
teóricamente imposible- un pacto de izquierda para que Pedro Sánchez,
el candidato socialista, se presente a la investidura para la
presidencia del gobierno. La verdad es que la dificultad no estriba sólo
en lo que arroja un mero cálculo aritmético, sino en la sobrecarga de
mensajes negativos que recíprocamente se han lanzado durante las
campañas –la anterior y la última- partidos políticos que de suyo
estaban llamados a entenderse y convocados por la ciudadanía a que así
fuera.
Parece que un clima de derrotismo y el estado anímico de resignación
que algunos cultivan, no sin cierto cálculo interesado, contribuyen a
situar en el lado de lo imposible lo que, ciertamente, es difícil. Pero
aún hay cuestiones pendientes que resolver, y más habrá sí el candidato
de la derecha no logra mayoría suficiente. La responsabilidad no debe
invocarse sólo por parte de quienes apuestan por el orden –su orden- y
la seguridad –su seguridad- por encima hasta de la decencia; la
responsabilidad convoca también a hacer todo lo posible, incluso
intentándolo in extremis, para el pacto a favor de un gobierno
alternativo a uno que sería de nuevo neoliberal, conservador y con la
piedra de molino de la corrupción colgada al cuello. En nuestra
democracia algo va mal, pero si reflexionamos sobre ello, inspirados por ese título con el que el historiador británico Tony Judt
describió –demasiado amablemente- la crisis de la socialdemocracia, es
para que nuestra democracia no vaya a peor –y para que políticas de cuño
socialdemócrata puedan recuperarse-.
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