“Cuando los sabios quieren ser valorados por otros, primero valoran a
los demás; cuando quieren ser respetados por otros, primero los
respetan. Cuando quieren superar a otras personas, primero se superan a
sí mismos” (Lao Tsé)
Lo reconozco. Soy un apasionado de los cachivaches electrónicos. Me
gusta descubrirlos y utilizarlos aunque no gasto mucho dinero en ellos,
por una cuestión de principios y porque no tengo el que haría falta
tener para satisfacer mi afición y curiosidad.
Leo bastante, eso sí, sobre innovación y suelo estar al tanto de las
novedades que salen al mercado, aunque solo sea, como digo, para
satisfacer esa curiosidad. Era, pues, inevitable que me informara de la
aparición de nuevo modelo de teléfono de Apple, el Iphone 7.
Cuando leí las “novedades” que traía consigo sentí una sensación que
no es nueva para mí, sobre la que he escrito en otras ocasiones y que me
lleva a pensar que el mundo en el que vivimos ha perdido la cabeza.
Este teléfono, que en algunas de sus versiones costará más de 1.000
euros, se presenta supuestamente como el último grito pero ¿qué añade?
Además de que se puede mojar, unos auriculares sin cables (que
justifican vender una pieza nueva para quienes vengan usando los
antiguos de modelos anteriores y que por sí solos valen creo que algo
más 150 euros) la innovación que contiene es de un rendimiento
impresionante y el disponer de una cámara de fotos que parece que será
capaz de hacer no sé cuántas versiones de la toma cada en milisegundos, o
algo así, para que el resultado sea perfecto. Tan perfecto que, según
he leído, en el evento público de presentación no se pudo demostrar que
efectivamente lo es, porque la gran pantalla del salón no tenía
definición suficiente. Lo mismo que seguramente pasará cuando se tenga
en la mano porque díganme ustedes si el ojo humano es capaz de
distinguir entre unos niveles tan extraordinarios de perfección como los
que proporcionará este nuevo aparato. Y todo ello, en medio de las
noticias de esta última semana sobre las prácticas fiscales de Apple.
No dudo que esa novedad, y otras que seguramente contenga el
teléfono, pueden tener una gran utilidad en determinadas actividades: lo
imagino, por ejemplo, en manos de cirujanos que necesiten contemplar
con la máxima precisión un tejido u órgano. O de los fotógrafos
profesionales. Sin duda, el desarrollo tecnológico que conlleva ese
teléfono es ejemplar y quizá muy valioso. Pero me parecía a mí que, en
el día a día, que es al fin y al cabo para lo que sirve un teléfono
móvil, se trata de una tecnología, digámoslo así, desproporcionada.
Inmerso en esas reflexiones no muy profundas se me ocurrió escribir
una frase en mi cuenta de Twitter. Un simple ironía con la que hacer
pensar sobre lo que a mí me parece una enorme desproporción. Tomé una de
las frases con las que se promociona el Iphone 7 y escribí: “El nuevo
iPhone reconoce la imagen y hace más de 100 millones de operaciones en
25 milisegundos. Esencial e imprescindible en la vida diaria”.
A partir de ahí no se imaginan ustedes la que me ha caído. No solo me
han acusado de hacer propaganda de Apple sino de ser un “comercial del
capitalismo”, de estar drogado o de cobrar por decir eso y algunas cosas
más que ya quedarán para siempre en la red.
Es verdad que expresé una opinión en unas pocas palabras, sin
pensarlas mucho y que los matices simplemente están ausentes, pero creo
que ni siquiera así se pueden justificar el tipo de reacciones que se
reciben en la red y que siempre siguen más o menos la misma secuencia:
interpretación sin contexto alguno e insulto a continuación. Yo creo que
cualquiera que haya leído dos líneas sobre mí puede saber sin lugar a
dudas que no me dedico precisamente a hacer publicidad de este tipo de
empresas.
Pero, para colmo, no terminó ahí la cosa.
Esta mañana, muy a primera hora y mientras viajaba a Madrid, leí un artículo que tenía pendiente: Confronting the Parasite Economy. Why low-wage work is bad for business—and all of us.
Me pareció interesante pues su autor hace una crítica durísima al
régimen salarial y de explotación laboral que se ha impuesto en Estados
Unidos en los últimos años.
Los datos que proporciona son impactantes y muestra que una gran
parte de las ayudas sociales, de comedor, vivienda, etc. que da el
gobierno van a personas que trabajan pero con salarios tan bajos que no
pueden sobrevivir.
La que él llama economía real proporciona salarios dignos e ingresos
el Estado para poder sufragar la educación y el bienestar de millones de
personas. Pero la que califica de economía parásita de las grandes
corporaciones es una economía subsidiada y que vive de la explotación
del trabajo. Y la llama parásita no solo por esto último sino porque con
los sueldos de miseria que paga arruina al resto de las actividades
económicas. “Si ningún negocio quiere clientes que ganen 7,25 dólares la
hora ¿por qué permitimos que haya esos salarios?”, dice.
Denuncia que una cuarta parte de sus conciudadanos son pobres y que
la mayoría de ellos, en contra de lo que se cree, trabajan para las
grandes corporaciones. Y que el 47% de los niños que nacen en Estados
Unidos necesitan ayudas del Estado porque sus familias carecen de
ingresos suficientes.
La explicación que da de todo eso es que el mercado de trabajo se
encuentra en un profundo desequilibrio porque los compradores de fuerza
de trabajo (capitalistas) y los vendedores (trabajadores) tienen un
poder de negociación muy distinto debido a la pérdida de peso de la
negociación colectiva. Y porque los trabajadores tienen recursos
limitados y necesidades inmediatas que le obligan a aceptar lo que le
ofrezcan, mientras que la mayoría de los empleadores pueden aguantar sin
sufrir demasiado daño. El autor del artículo lo dice muy claro: los
empleadores imponen salarios más bajos porque pueden, porque tiene poder
para ello.
El autor pone ejemplos de Estados e incluso de empresas que han
mejorado su economía y sus resultados cuando han subido los salarios e
incluso afirma que una subida de 1 dólar a la hora en el salario se
traduce en un incremento de 2,08 dólares en el ingreso total nacional
como resultado del efecto multiplicador que tiene una mayor capacidad de
gasto que se va diseminando por la economía.
Su artículo termina diciendo que “en ausencia de acción colectiva, la
economía parásita seguirá pagando salarios parásitos, empobreciendo a
la economía real. Pero cuando los salarios mínimos se elevan
razonablemente todo el mundo prospera”.
Como el artículo me pareció interesante y no conocía al autor, Nick Hanauer,
fui a mirar quién era y descubrí que se trata de un empresario bastante
conocido en Estados Unidos. Un empresario que ha liderado interesantes
movimientos de activismo social en defensa de las libertades, la
educación pública y la igualdad.
Aunque el artículo estaba en inglés me pareció interesante
difundirlo. Y mucho más porque quien decía eso (que perfectamente casa
con lo que dicen los sectores más progresistas o radicales) no era un
rojo extremista sino un empresario que ha creado má de 30 empresas. Por
eso escribí en Twitter: “Afortunadamente, hay capitalistas inteligentes
que luchan contra la sinrazón del capitalismo. En España, muy pocos”.
Esa es mi sincera opinión. Me alegra que haya incluso capitalistas que
se dan cuenta que la explotación del trabajo solo lleva a la ruina de
todos y que, en mayor o menor medida, abrazan la causa de las libertades
civiles.
No pueden imaginarse lo que a partir de entonces me han dicho:
oportunista, sinvergüenza redomado, palmero de empresarios, ignorante,
dedicado a contar billetes, anticomunista… y más cosas que se me han ido
olvidando a medida que las leía.
Ya me ha pasado otras veces pero este tipo de incidentes me sigue
resultando desolador. Utilizo las redes sociales porque creo que es
bueno difundir información, contribuir aunque sea pobre y modestamente a
la reflexión colectiva y debatir en la medida en que esto se pueda
hacer utilizando tan solo 140 caracteres, como en Twitter. Pero cuando
uno se encuentra con esta lluvia de insultos hay que sacar fuerzas de no
se sabe dónde para seguir porque la tentación de pensar que nada tiene
arreglo es muy fuerte.
Las redes son importantes, sin duda, pero han reforzado actitudes y
comportamientos que solo reflejan las manifestaciones más groseras de la
inteligencia humana (o de su carencia), del desafecto y la mala sangre.
No es algo propio de ninguna corriente política. Se puede encontrar
este tipo de reacciones llenas de insultos entre personas de extrema
derecha y o de extrema izquierda y es lógico porque quienes se definen
como liberales, socialistas, comunistas o cualquier otra cosa pero
actúan así, solo a base de insultos y sustituyendo la reflexión por la
embestida, no tienen en realidad ideología alguna.
Es algo desgraciado pero que ocurra en la red es en cierta medida
lógico, pues el anonimato con que generalmente se actúa en ella permite
que el ridículo, la ignorancia, la zafiedad o la desvergüenza no se
tengan que asociar con nombres y apellidos concretos de una persona.
Pero lo que resulta ya mucho peor es cuando esa manera de actuar se
lleva a la vida pública, a la política. Quizá en ella no se oigan
exabruptos tan gigantescos como en la red pero la descalificación e
incluso el insulto a la inteligencia, la mentira y la carencia total de
rendición de cuentas, la embestida de unos contra otros, empiezan a ser
ya la moneda común en dirigentes de todos los partidos, sin excepción. Y
eso sí que es preocupante. Se empieza así y se acaba a tiros entre
amigos y hermanos. No hay futuro en paz, es decir, no hay futuro
ninguno, sin reflexión, sin respeto y sin afecto mutuo. Hagamos todo lo
que esté a nuestro alcance para frenar esta deriva a la barbarie
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