No conviene subestimar a quienes nos quieren muertas y calladas pero tampoco conviene que nos hagan creer que hemos perdido cuando no lo estamos haciendo y el movimiento feminista nunca ha tenido la acogida y la repercusión que ahora tiene.
El Código Penal de 1870 recogía en su texto la fórmula de la “venganza de sangre”. A través de ésta los hombres (padres y maridos) adquirían la facultad criminal para asesinar tanto a sus hijas y esposas como a los hombres que supuestamente yacían con ellas. El privilegio de la venganza de sangre fue reintroducido por la dictadura de Franco. No fue hasta 1963 (hace apenas 56 años) cuando fue revisando y eliminado del Código Penal.
Sin embargo, hasta 1975, las mujeres seguían requiriendo el permiso o licencia marital que debía ser otorgada por sus maridos para realizar cualquier tipo de gestión. Es decir, hasta esa fecha, las mujeres éramos consideradas básicamente eternas menores de edad y las leyes, no solo sí tenían género, sino que eran empleadas para dar a los hombres el derecho de ejercer violencia contra nosotras.
Hoy, 44 años después de la entrada de la democracia, hay cosas que efectivamente han cambiando frente a otras que no. Las mujeres sí lo hemos hecho y esto ha sido vivido de forma permanente y desde algunos frentes como amenaza. A pesar de ello, las mujeres hemos hallado nuevas formas de ser y de encontrarnos y hemos emprendido desde los feminismos luchas desgastantes y a veces llenas de sacrificio en las que, entre otras cosas, intentamos explicar que los conceptos legislativos de justicia social han reposado siempre sobre nuestra anulación como ciudadanas y nuestro silenciamiento forzado.
Afirmar que los grandes hitos de la humanidad como los derechos, la democracia o las conquistas y reconquistas giran alrededor de un único género que no es precisamente el femenino, no nos ha hecho a las feministas tener una vida precisamente cómoda. Decir que lo que la sociedad considera normal es una sentencia de muerte para nosotras y otras identidades, ha costado sudor y lágrimas y —por qué no— algunas alegrías.
Aun así, el trabajo no ha hecho más que empezar puesto que, efectivamente, las mujeres no somos las únicas ciudadanas de segunda en un Estado como el español. Las niñas y los niños siguen teniendo nulos derechos no solo como víctimas de violencia de género sino como objetos de los abusos perpetrados, por ejemplo, por parte de la Iglesia y por miembros del seno familiar. Las personas mayores de orígenes obreros siguen teniendo serios problemas para visualizar una vejez digna en una sociedad donde el valor de las vidas puede medirse visualizando el estado de salud de las cuidadoras, las auxiliares de enfermería y los centros geriátricos donde trabajan.
La lucha contra el racismo o contra el antigitanismo —tan arraigado en la ciudadanía española— sigue siendo una tarea pendiente para toda la ciudadanía. Y los hombres que sí tienen miedo por causas reales arriesgan sus vidas, por ejemplo, en pateras mientras los votantes de Vox temen. Y temen, entre otras cosas, no ser víctimas de ningún peligro social al que agarrarse para legitimar una identidad que, de unos años para acá, ya no recibe los mismos aplausos y el mismo acogimiento que cuando la masculinidad hegemónica estaba blindada por ley. Vox llama a esta negación a revisarse, “resistencia” y a la resistencia de la gente oprimida la tilda de “amenaza”.
El Código Penal de 1870 recogía en su texto la fórmula de la “venganza de sangre”. A través de ésta los hombres (padres y maridos) adquirían la facultad criminal para asesinar tanto a sus hijas y esposas como a los hombres que supuestamente yacían con ellas. El privilegio de la venganza de sangre fue reintroducido por la dictadura de Franco. No fue hasta 1963 (hace apenas 56 años) cuando fue revisando y eliminado del Código Penal.
Sin embargo, hasta 1975, las mujeres seguían requiriendo el permiso o licencia marital que debía ser otorgada por sus maridos para realizar cualquier tipo de gestión. Es decir, hasta esa fecha, las mujeres éramos consideradas básicamente eternas menores de edad y las leyes, no solo sí tenían género, sino que eran empleadas para dar a los hombres el derecho de ejercer violencia contra nosotras.
Hoy, 44 años después de la entrada de la democracia, hay cosas que efectivamente han cambiando frente a otras que no. Las mujeres sí lo hemos hecho y esto ha sido vivido de forma permanente y desde algunos frentes como amenaza. A pesar de ello, las mujeres hemos hallado nuevas formas de ser y de encontrarnos y hemos emprendido desde los feminismos luchas desgastantes y a veces llenas de sacrificio en las que, entre otras cosas, intentamos explicar que los conceptos legislativos de justicia social han reposado siempre sobre nuestra anulación como ciudadanas y nuestro silenciamiento forzado.
Afirmar que los grandes hitos de la humanidad como los derechos, la democracia o las conquistas y reconquistas giran alrededor de un único género que no es precisamente el femenino, no nos ha hecho a las feministas tener una vida precisamente cómoda. Decir que lo que la sociedad considera normal es una sentencia de muerte para nosotras y otras identidades, ha costado sudor y lágrimas y —por qué no— algunas alegrías.
Aun así, el trabajo no ha hecho más que empezar puesto que, efectivamente, las mujeres no somos las únicas ciudadanas de segunda en un Estado como el español. Las niñas y los niños siguen teniendo nulos derechos no solo como víctimas de violencia de género sino como objetos de los abusos perpetrados, por ejemplo, por parte de la Iglesia y por miembros del seno familiar. Las personas mayores de orígenes obreros siguen teniendo serios problemas para visualizar una vejez digna en una sociedad donde el valor de las vidas puede medirse visualizando el estado de salud de las cuidadoras, las auxiliares de enfermería y los centros geriátricos donde trabajan.
La lucha contra el racismo o contra el antigitanismo —tan arraigado en la ciudadanía española— sigue siendo una tarea pendiente para toda la ciudadanía. Y los hombres que sí tienen miedo por causas reales arriesgan sus vidas, por ejemplo, en pateras mientras los votantes de Vox temen. Y temen, entre otras cosas, no ser víctimas de ningún peligro social al que agarrarse para legitimar una identidad que, de unos años para acá, ya no recibe los mismos aplausos y el mismo acogimiento que cuando la masculinidad hegemónica estaba blindada por ley. Vox llama a esta negación a revisarse, “resistencia” y a la resistencia de la gente oprimida la tilda de “amenaza”.
La sociedad, como digo, ha cambiando y va a seguir haciéndolo. Los cuestionamientos también lo han hecho. Quienes nunca se vieron cuestionados hoy están bajo el punto de mira. El agresor de la andaluza Ana Orantes nunca fue perseguido por las leyes. Ella pidió ayuda una y otra vez. En ese entonces, a los asesinatos de las mujeres dentro de la familia se les llamaba “parricidio”. A pesar de que la mayoría de asesinadas eran, como hoy ocurre, mujeres, eludir el dato evitaba cuestionar a quienes no les gusta que se les cuestione. Hoy sabemos que al menos 400.00 personas consideran que el género de Ana Orantes es un dato anecdótico en su asesinato a pesar de que su agresor la ridiculizó y anuló durante 40 años al considerarla inferior por ser mujer: “Yo no podía hablar, porque yo no sabía hablar, porque yo era una analfabeta, porque yo era un bulto, porque yo no valía un duro…”.
El gran paso de las mujeres en esta larga travesía ha sido el de sentirse legítimas ante la palabra y ante el discurso en una política en la que las leyes se hacen a través de éste. Ana Orantes no solo no se sentía legítima ante la palabra como mujer, sino que también le pesaba ser andaluza.
Tampoco es casualidad que solo se hable de denuncias falsas en los delitos en los que se ejerce violencia contra las mujeres y no en ningún otro delito. No es más que un intento por afirmar que “palabra de mujer” es sinónimo a mentira. Para que los hombres ostenten la verdad divina, las mujeres debemos ser falsas y mentirosas. No hay mayor protección que esa para quien quiere verse toda la vida legitimado sin cambiar un ápice de su identidad. Para quien prefiere vivir toda la vida en la negación y a la defensiva. Quien nunca cree a las mujeres, siempre cree a los hombres.
El porqué el discurso de Vox ha calado en 400.000 votantes andaluces, en su mayoría hombres, no es algo que deba sorprendernos. La masculinidad hegemónica siempre se ha construido sobre la ausencia de autocrítica y ésa siempre ha sido la base de su tiranía. Herida porque se le incita a abandonar el papel de protagonista único de la Historia, los hombres que se agarran al sillón para que otras le acerquen el mando a distancia sin rechistar quieren seguir viviendo en esa comodidad privilegiada y frágil. Frágil porque es una identidad que depende de otra. No persiste por sí misma sin el halago y el aplauso constante.
Resulta tremendamente paradójico que Vox quiera salvar –a caballo- a las mujeres de culturas externas que, dicen, les impondrán un velo mientras son ellos quienes niegan los asesinatos de sus vecinas y sus sufrimientos reales. Quienes hacen oídos sordos a las llamadas de auxilio y a las manifestaciones en la calle. Hombres que piden igualdad para ellos, que dicen que el género les aprieta y que hay que eliminarlo de las leyes, mientras usan precisamente su género para defender manadas y prometer a sus votantes que irán en contra del feminismo cuya única base es defender que las mujeres existen y somos personas. Hombres que no quieren género pero que son cómplices de autobuses gigantescos y tránsfobos que aseguran que sí que hay géneros, concretamente dos, y que los “los niños tienen pene y las niñas tienen vulva”.
No es casual que Vox haya puesto en el centro la ley contra la violencia de género como condición sine qua non para pactar con otros partidos. El partido que dice no tener ideología de género ha prometido a sus votantes con género masculino situar a las mujeres víctimas en un nuevo grado de desprotección. ¿A cambio de qué? Vox sabrá a quiénes ha prometido librarlos de la cárcel.
En 2013 ocurrió algo parecido cuando el gobierno del Partido Popular, con Gallardón a la cabeza, presentó un anteproyecto de ley con el que pretendía eliminar los derechos alcanzados por las mujeres en el ámbito de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Gallardón hizo una promesa a miembros de la Iglesia, entre otros. Las consecuencias y lo que ocurrió después, ya lo sabemos: fue el principio del final de un político al que hoy sólo recordamos por esto.
Y es que no se puede decidir que las mujeres formen parte de la ciudadanía mientras se nos usa, una y otra vez, como moneda de cambio en las promesas que los partidos hacen a sus votantes. Los derechos de las mujeres usados como moneda no es una nueva estrategia para los partidos con ideología machista. Es un cuento viejo que ahora se repite con Vox y su cómplice: el Partido Popular que quiere repetir jugada.
Mientras el miedo de quienes empiezan a sentir los obstáculos de vivir de forma incómoda —bajo cuestionamientos que antes no tenían— generan nuevos partidos de “a la defensiva” como Vox, las mujeres y sus luchas seguirán moviéndose y generando alianzas y miradas que nos permitan acabar con las situaciones de violencia que generan nuestros miedos reales. Ojalá nos pudiéramos permitir el lujo de fabricar miedos ficticios a los que agarrarnos, pero nuestra situación no tiene nada que ver con la incomodidad de sentirnos cuestionadas puesto que siempre lo hemos estado. Nosotras no luchamos contra la sensación de sentirnos incómodas, luchamos contra los asesinatos, los abusos y las violaciones que se producen sobre nuestros cuerpos. Cuerpos que sí tienen género.
“Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las asesinen”. La frase es de Margaret Atwood.
Tampoco es casualidad que solo se hable de denuncias falsas en los delitos en los que se ejerce violencia contra las mujeres y no en ningún otro delito. No es más que un intento por afirmar que “palabra de mujer” es sinónimo a mentira. Para que los hombres ostenten la verdad divina, las mujeres debemos ser falsas y mentirosas. No hay mayor protección que esa para quien quiere verse toda la vida legitimado sin cambiar un ápice de su identidad. Para quien prefiere vivir toda la vida en la negación y a la defensiva. Quien nunca cree a las mujeres, siempre cree a los hombres.
El porqué el discurso de Vox ha calado en 400.000 votantes andaluces, en su mayoría hombres, no es algo que deba sorprendernos. La masculinidad hegemónica siempre se ha construido sobre la ausencia de autocrítica y ésa siempre ha sido la base de su tiranía. Herida porque se le incita a abandonar el papel de protagonista único de la Historia, los hombres que se agarran al sillón para que otras le acerquen el mando a distancia sin rechistar quieren seguir viviendo en esa comodidad privilegiada y frágil. Frágil porque es una identidad que depende de otra. No persiste por sí misma sin el halago y el aplauso constante.
Resulta tremendamente paradójico que Vox quiera salvar –a caballo- a las mujeres de culturas externas que, dicen, les impondrán un velo mientras son ellos quienes niegan los asesinatos de sus vecinas y sus sufrimientos reales. Quienes hacen oídos sordos a las llamadas de auxilio y a las manifestaciones en la calle. Hombres que piden igualdad para ellos, que dicen que el género les aprieta y que hay que eliminarlo de las leyes, mientras usan precisamente su género para defender manadas y prometer a sus votantes que irán en contra del feminismo cuya única base es defender que las mujeres existen y somos personas. Hombres que no quieren género pero que son cómplices de autobuses gigantescos y tránsfobos que aseguran que sí que hay géneros, concretamente dos, y que los “los niños tienen pene y las niñas tienen vulva”.
No es casual que Vox haya puesto en el centro la ley contra la violencia de género como condición sine qua non para pactar con otros partidos. El partido que dice no tener ideología de género ha prometido a sus votantes con género masculino situar a las mujeres víctimas en un nuevo grado de desprotección. ¿A cambio de qué? Vox sabrá a quiénes ha prometido librarlos de la cárcel.
En 2013 ocurrió algo parecido cuando el gobierno del Partido Popular, con Gallardón a la cabeza, presentó un anteproyecto de ley con el que pretendía eliminar los derechos alcanzados por las mujeres en el ámbito de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Gallardón hizo una promesa a miembros de la Iglesia, entre otros. Las consecuencias y lo que ocurrió después, ya lo sabemos: fue el principio del final de un político al que hoy sólo recordamos por esto.
Y es que no se puede decidir que las mujeres formen parte de la ciudadanía mientras se nos usa, una y otra vez, como moneda de cambio en las promesas que los partidos hacen a sus votantes. Los derechos de las mujeres usados como moneda no es una nueva estrategia para los partidos con ideología machista. Es un cuento viejo que ahora se repite con Vox y su cómplice: el Partido Popular que quiere repetir jugada.
Mientras el miedo de quienes empiezan a sentir los obstáculos de vivir de forma incómoda —bajo cuestionamientos que antes no tenían— generan nuevos partidos de “a la defensiva” como Vox, las mujeres y sus luchas seguirán moviéndose y generando alianzas y miradas que nos permitan acabar con las situaciones de violencia que generan nuestros miedos reales. Ojalá nos pudiéramos permitir el lujo de fabricar miedos ficticios a los que agarrarnos, pero nuestra situación no tiene nada que ver con la incomodidad de sentirnos cuestionadas puesto que siempre lo hemos estado. Nosotras no luchamos contra la sensación de sentirnos incómodas, luchamos contra los asesinatos, los abusos y las violaciones que se producen sobre nuestros cuerpos. Cuerpos que sí tienen género.
“Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las asesinen”. La frase es de Margaret Atwood.
Tan cierto es que el discurso de Vox cala en gran parte de una sociedad que se siente en peligro de extinción ante el surgimiento de identidades nuevas, como que el feminismo lleva años calando en un público amplio —cada vez más joven y diverso—, que ha llegado a la conclusión de que apoyar la lucha contra la violencia que se ejerce contra las mujeres no es una amenaza para nadie.
Todo ascenso tiene sus pros y su contras, y Vox es el precio que las conquistas feministas en Andalucía tienen que pagar por su inmensa repercusión. No conviene subestimar a quienes nos quieren muertas y calladas pero tampoco conviene que nos hagan creer que hemos perdido cuando no lo estamos haciendo y el movimiento feminista nunca ha tenido la acogida y la repercusión que ahora tiene.
Que el miedo por primera vez esté más repartido entre hombres y mujeres también es consecuencia de la existencia de leyes más justas. Es inconcebible que, mientras las mujeres hemos vivido las leyes y las violencias siempre con miedo, vosotros lo estéis empezando a sentir sólo ahora. Que empiecen a existir algunos hombres con “miedo” tampoco es el fin del mundo, aunque sí sea el final del vuestro.
Nosotras no podemos entender ni vuestra pérdida ni vuestra resistencia porque nunca hemos habitado vuestros privilegios pero, por favor, no venirnos a dar lecciones sobre leyes injustas y sobre miedo. Sois unos novatos y nosotras unas maestras en esto.
Mar Gallego es periodista y militante feminista, de origen andaluz. Suele escribir en Pikara Magazine y en su blog.
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